05 diciembre 2008

Corredores Cronistas: Ernesto Toubes, otra crónica.


Debo advertir al potencial lector que describir el transcurso de veinticuatro horas en la vida de un hombre se presume como una lectura tediosa, máxime si ese hombre se ha pasado esas veinticuatro horas dando vueltas a una plaza.


VEINTICUATRO HORAS SOLIDARIAS

Hace cuatro mil millones de años, día más, día menos, que el planeta Tierra orbita en torno al Sol.
No conforme con este ejercicio, también gira sobre su propio eje.
Gracias a este movimiento de rotación, la superficie de la Tierra se expone cíclicamente a los rayos solares.
Lo ha de hacer para tostarse parejo.
El tiempo que demora la Tierra en dar un giro sobre si misma se denomina día y ha sido parcelado arbitrariamente por el hombre en veinticuatro horas.
Resumiendo y yendo al grano, las Veinticuatro Horas Solidarias consistían en acumular la mayor cantidad de vueltas posibles en torno a la plaza San Martín de Venado Tuerto mientras el planeta completaba un giro sobre sí mismo.
El sistema propuesto para la prueba era el de postas o relevos. Al no limitarse el mínimo de participantes por equipo, quedaba abierta la posibilidad de acometer la tarea en solitario.
Incluso hubieron dos equipos que se anotaron sin integrante alguno. Desgraciadamente ninguno de ellos pudo completar siquiera una vuelta.
Cansado de carreras cortas en las que nunca termino de acomodarme, decidí afrontar el desafío.
Fue una desagradable sorpresa comprobar que había otros participantes inscriptos para la modalidad individual.
Este contratiempo comprometía seriamente mis chances de lograr una victoria.
La largada fue altamente emotiva.
Una vuelta previa con todos los participantes caminando y luego la hora cero.
El planeta, indiferente, continuaba girando.
Rápidamente noté que la sinergia producida por los participantes de las postas me hacían ir demasiado rápido.
No tardé en ubicarme en el último lugar.
También noté, con creciente preocupación, que dentro mío surgía una sensación que los franceses denominan “deja vu” y que consiste en sentir que estamos viviviendo una situación ya hemos vivido anteriormente.
Esta sensación se repetía cíclicamente, cada vez con mayor nitidez.
Pensé en la idea del Eterno Retorno.
¿Estaría inmerso en una situación asimilable?.
Tras largas cavilaciones descubrí que el deja vu se producía por el hecho de estar dando vueltas a una plaza de poco más de ochocientos metros de perímetro.
A medida que transcurrían las horas comenzaba a desmoronarme sobre mí mismo, como si fuera un edificio implosionando.
La espalda encorvada, cabeza gacha, mirada fija en el piso, brazos exánimes a ambos lados del torso, rodillas flexionadas; la viva imagen de un simio.
Para ser exactos, la viva imagen de un mandril. Sí, inclusive en su tan peculiar característica.
La calza que utilicé debajo de mi pantaloncito de atletismo, para preservar de paspaduras la región de la entrepierna, poseía una robusta costura que había pasado inadvertida a mi análisis sagaz.
Esta costura encajó alevosamente en mi surco intergluteo, produciendo a lo largo de las horas estragos en su delicada epidermis y aún en su dermis.
Si la frase que reza que para obtener una victoria hay que romperse el traste era cierta, yo tenía la victoria asegurada.
Me quité la calza luego de más de dieciséis horas de carrera. En su reemplazo me unté vaselina por la zona afectada. La aplicación de este noble lubricante derivado del petróleo exacerbó el ardor.
Volví a colocarme el pantalón corto y reinicié la marcha.
El público veía rodar las lágrimas por mis curtidas mejillas y lloraba conmigo.
Si había llegado tan lejos mi sacrificio corporal, pretendía una recompensa acorde.
Consulté insistentemente sobre mi posición en la carrera.
Para mi asombro, me informaron que, entre los “individuales”, marchaba en primer lugar.
Por primera vez en mi vida, luego de más de ciento cincuenta carreras sobre las más variadas distancias, me hallaba al frente de la clasificación.
Las lágrimas de la emoción se mezclaban con las del ardor.
Mis adversarios habían hecho largas paradas nocturnas mientras yo, como la persistente tortuga de la fábula, no había cesado de dar vueltas durante las primeras doce horas y había tomado breves descansos en las siguientes seis.
Acometía el último cuarto de carrera con una ventaja abismal. Como contrapartida, mis adversarios descontaban terreno continuamente gracias a su prudente táctica.
Luché como nunca; el ardor me recordaba mi deseo de que el sacrificio de mi retaguardia no hubiera sido en vano.
El epitelio perdido sería reemplazado por nuevas y lozanas células, pero quien sabe si volvería a disponer en mi vida de otra chance de ganar una carrera.
A falta de cuatro horas, la cuestión se había reducido a un duelo con quién venía en segundo lugar, el experimentado Mauro Torres.
A su estrategia de vueltas rápidas y breves detenciones solo podía oponerle la tozudez de mi persistencia.
El aliento del público funcionaba como refrescante bálsamo.
Transcurridas veintidós horas, la distancia era realmente indescontable.
Mi orgullo de mandril estaba a salvo.
Paré a descansar durante cuarenta minutos y salí a recorrer los ochenta minutos finales con una indescriptible satisfacción.
Todo transcurrió en inolvidables veinticuatro horas exactas.
Escribo estas líneas, aún de pie, varios días después de ocurridos los sucesos.

Ernesto Toubes.

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